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miércoles, 11 de noviembre de 2020

La Calle de la muerte y la vida. Ávila.

La calle de la Muerte y la Vida

Cualquier parecido con la realidad... no es pura coincidencia.

Esta historia ocurre en Ávila en los años 60. No recuerdo exactamente cuántos años tenía cuando sucedió; en cualquier caso, menos de ocho. 

Mis padres tenían una pequeña tienda en la calle Cuartel de la Montaña (“Ultramarinos San Sebastián”) donde ambos trabajaban; en consecuencia, mi hermano Jose Ramón y yo íbamos solos donde era necesario desde bien pequeños. No había ningún problema; era lo natural entonces.

Vivíamos en la plazuela de Ajates, cerca del convento de la Encarnación, al norte de la ciudad. Como ejemplo, para ir al colegio de primeras letras de Doña Vicenta Manzanedo, situado en la calle Bracamonte, teníamos que acometer hazañas tan impensables a día de hoy como cruzar la carretera general o subir por las empinadas escaleras de piedra hasta el arco de la muralla, aunque hubiera nieve o hielo (y a la vuelta bajar resbalándonos por la barandilla).

Una de las costumbres familiares era visitar a nuestra abuela los fines de semana. Casi siempre la veíamos en la cocina de la taberna de mis tíos. El “bar del tío” estaba junto al arco del Alcázar de la muralla. Tenía su entrada por la calle Don Gerónimo, tras pasar el arco del Alcázar desde El Grande. La cocina tenía una puerta que daba al final de la calle de la Cruz Vieja.

Entre nuestra casa y el bar teníamos que caminar por pasajes con nombres evocadores como La Ronda, el Arco Mariscal o el callejón de la Cruz Vieja, al que en Ávila todos llamábamos el “de la Muerte y la Vida”. Es un paso estrecho y retorcido, pues se ajusta a la forma de la catedral, a la que rodea en parte.

La calle recibe su nombre oficial de una vieja cruz de madera situada en la pared exterior de la capilla de la Piedad, perpendicular a los altos contrafuertes de la catedral. Sobre ella hay un tejadillo, también de madera. Entonces había también un farolillo con una luz mortecina que apenas iluminaba la cruz.

Tras el tejado de la capilla, coronando la pared posterior, se alza una crestería de granito con dos cabezas talladas en sendos medallones superpuestos; una de ellas muestra a una mujer joven y la otra una calavera. Supuestamente representan la vida y la muerte. El nombre popular del callejón viene de estas figuras y las leyendas que sobre ellas se han narrado.

Cuando llegábamos en familia, tras saludar a la abuela y las tías y coger una propinilla, salíamos a jugar en los jardines situados entre la muralla y el banco de España (el antiguo alcázar). Algunas aventuras de aquellos tiempos, como nuestras trepadas a la muralla, sobre la escultura prehistórica del verraco vetón o la caída en la fuente, merecen ser contarlas en otra ocasión. Al cabo de una hora, más o menos, regresábamos a casa.

Recuerdo vívidamente uno de esos días. Volvíamos por la calle de la Muerte y la Vida. Nuestra madre nos contaba una historia de terror que supuestamente sucedió allí, con duelos, demonios y ángeles luchando por el alma de un caballero. Estaba acostumbrado a las historias de santos, incluidas las torturas de mártires, que el sacerdote nos contaba los domingos, así que tampoco era algo extraño para mí.

El sábado siguiente, por azar o por necesidad íbamos solos mi hermano y yo. Era una oscura noche de invierno. Como era habitual, la mayoría de las luces de los faroles alrededor de la catedral no funcionaban. Las nubes tapaban la luna y sólo dejaban pasar algunos rayos ocasionalmente.

Llegamos al callejón como de costumbre. Lo que no era habitual… es que fuéramos cogidos de la mano. El ulular del viento colándose por el callejón, parecía recordar los lamentos de ánimas errantes. 

Echamos un vistazo desde la esquina. Sólo funcionaba la luz del farol sobre la cruz. El viento lo agitaba y la tenue luz esparcía misteriosas sombras que se movían por la calle empedrada y los muros desgastados. Nunca hasta ese día había imaginado la presencia de extrañas criaturas escondidas en los tejados, tras los contrafuertes o tal vez a la vuelta de la esquina, justo bajo la cruz vieja. Las pulsaciones se me aceleraban. Sentía pavor.

Estábamos parados al comienzo del callejón sin decir ni una palabra. De repente escuchamos unos pasos que venían desde atrás; miramos, pero no sólo no vimos a nadie, sino que los pasos parecieron detenerse. No teníamos opción; apretamos los dientes y comenzamos a caminar deprisa.

Cuando nos acercábamos a la cruz escuchamos un ruido detrás de nosotros, muy cerca. De pronto el farol se movió y la mortecina luz parpadeó. Nuestras propias sombras se deformaban sobre el suelo. Sin decir nada comenzamos a correr como alma que lleva el diablo. El único portalón de la calleja, entrada de un antiguo mesón ahora cerrado a cal y canto, parecía estar abierto.

Cuando llegábamos ya cerca de la entrada de la cocina del bar, jadeando por la carrera, volvimos la cabeza y vimos un gato negro que nos miraba fijamente antes de perderse por un agujero en la pared. Pero ¿había allí algún agujero?

Incluso hoy, cada vez que paso por este callejón, especialmente si está oscuro, trato de caminar rápido, y cuando llego al final… miro hacia atrás.

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Este relato es una versión traducida del que escribí en inglés en su día como un trabajo para la E.O.I. al que puedes acceder pinchando en el enlace. Ahora lo he releído y me ha apetecido reescribirlo en castellano. Espero que te guste.

6 comentarios:

  1. Según lo lees, parece que estás allí. Me gusta mucho. Gracias.

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  2. Me has recordado a tus padres,abuela y tíos,cuando íbamos al bar del tio Luciano
    Gracias y recibe un abrazo de tu primo Isidoro San Sebastian

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  3. Qué miedo papá! Pero nos encanta como narras :-) Por un momento también nosotros estábamos en la Calle de La Muerte y la Vida deseando salir corriendo!! Ya nos contarás más. Besos
    Ana

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    1. Me alegra de que os gustara. Supongo que todos hemos tenido algún callejón parecido en algún momento.

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